Entre el ritmo y el algoritmo; una reflexión sobre la música, el mercado y el alma

Hace un par de noches, sin buscarlo, me encontré en una de esas conversaciones que me remueven por dentro. Hablaba con Juan, un chico muy agradable que conocí entre risas y opiniones dispersas, y sin darme cuenta, la charla me llevó a un terreno profundo que me dejó reflexionando todo el día. Fue una lucha interna por intentar comprender, con razón, pero también con empatía, algo que desde mi mirada considero de mal gusto.

Yo, que llevo años rechazando sin filtros ni culpas a los artistas comerciales masivos y a géneros como el reguetón (sí, lo diré: como Bad Bunny entre otros), de pronto me encontré en silencio ante una respuesta que, para mi sorpresa, tenía sentido. Durante nuestra conversación, Juan no intentó defenderlo como artista, sino que me ofreció una mirada más amplia, sin ánimo de convencerme, sino simplemente de compartir una perspectiva que hasta entonces se me había escapado. Un enfoque que, casi como un mensaje del universo, llegó justo cuando más necesitaba entender esa molestia constante que me acompaña.

Así fue como recibí su perspectiva, en la que vislumbré la manifestación de grandes vacíos sociales. Vacíos que hoy se llenan con la lógica implacable de los algoritmos, esos que moldean productos como la música para mantener al consumidor enganchado, sin necesidad de detenerse a profundizar. Solo consumo tras consumo, como piezas en una cadena de montaje: repetitivas, impersonales, casi robóticas. Voces apagadas, arrastradas, desagradables para mis oídos. Me costó aceptarlo, pero Juan me ayudó a comprender algo que necesitaba poner en palabras para que no se disolviera en el aire. Algo en mí se removió al intentar entender este fenómeno que, si fuera película, sería Matrix.

Juan seguía hablándome y decía que, si alguien sin talento logra posicionarse en la cima del gusto masivo, es porque de algún modo encarna el reflejo de esa sociedad. Responde a esas necesidades ligeras, casi urgentes, que el colectivo busca para obtener su dosis, su alivio inmediato. Incluso los géneros que en sus orígenes parecen más contracultura terminan muchas veces convertidos en productos moldeados para la venta rápida y masiva.

Yo me quedé pensando, intentando descifrar esas mentes que, ese mismo día, pasaron horas desesperadas intentando comprar entradas carísimas, fuera del alcance de la mayoría, para ver al artista que pronto se presentará en Londres. Me quedé atónita, sin comprender. Esa es la trampa!, pensé. Al desprenderme por un instante de mi propia incomodidad, intenté otra vez mirar el fenómeno con ojos nuevos.

El sistema neoliberal en el que vivimos!, explicaba Juan, que lo devora todo, incluso lo que pretende ser contracultura. Qué tristeza, pensaba yo, porque en ese modelo las palabras pierden fuerza, el lenguaje se vuelve decorativo y la música se reduce a un simple fondo para el consumo.

Y aquí estoy, transitando los sonidos del tambor, de la salsa auténtica, de lo visceral, de lo orgánico, buscando entender la semilla y la historia del pueblo a través de sus músicas de raíz, de esas letras que duelen o acarician, a través de las danzas y sus movimientos en respuesta a esos sonidos. No puedo evitar resistirme a este fenómeno. Mi alma gritaba: ¿cómo es posible tanta insensatez? Porque para mí, las canciones son portadoras de historias, incluso las más cotidianas, las historias que nacen del pueblo. Llevan consigo una huella vital de momentos íntimos y personales que forjan cultura, y son un reflejo del poder de la apreciación de lo divino en lo humano, de nuestro paso por esta tierra. Cuando esas historias se transforman en melodía y voz, el ritmo sigue su curso, y algo místico acontece. Es otro plano, otra realidad, es algo hermoso, algo que jamás podría sentir por géneros como el reguetón, al que percibo como una traición al cuerpo y a su carácter divino.

Fue en ese momento cuando Juan me recordó una cita de Shakespeare: El arte es el reflejo de la sociedad.” Bad Bunny, como el reflejo de una sociedad con el lenguaje roto. ¡Voilà! ¡Totalmente roto, fracturado!, pensé yo. Esa música no me invita a nada, no me exige pensar, no me conmueve. Pero fue allí cuando comprendí que, para otros, es un alivio, el alivio tan necesario para mitigar el peso de un día de trabajo arduo. Se necesita algo sencillo, ligero, sin demandas, un ritmo fácil de digerir, como una fritura que se asimila sin esfuerzo, como la comida rápida: música de confort. Si fuera comida, lo llamaría McDonald’s. Y fue ahí donde encontré la respuesta a mi pregunta: ¿por qué las masas siguen esto? Pues porque somos una sociedad agotada que necesita algo que no demande pensar, solo consumir. Un alivio inmediato para cuerpos y mentes que no tienen tiempo.

Entendí que, aunque para mí sea solo ruidaje, para otros es escape, identidad, respiro, alivio. Tal vez también hay un tema de educación, quizás de clases sociales no lo sé, donde la concepción del tiempo cambia, donde ya no hay espacio para la contemplación, para lo orgánico. Para quienes tienen menos tiempo, menos pausas… y solo buscan un placer fugaz. Como una droga, ahí lo entendí, y me hizo reflexionar profundamente.

Me di cuenta de que, muchas veces, he juzgado desde el dolor. Desde la tristeza de ver cómo la música que yo llamo auténtica, la orgánica, la de raíz, la del pueblo, la del jolgorio, la de las ruedas, la de los abuelos, la de los ancestros, queda relegada por una industria que convierte todo en un producto desechable. Y aunque no esté de acuerdo, esa es la realidad que nos rodea.

Entonces, contra todo lo que dictaba mi ego, mi perspectiva, ni sé cómo llamarlo, aprendí que soy yo quien debe respetar esas decisiones sin juzgar, solo observando para seguir aprendiendo, y que, por el contrario, con amor y respeto, sin ceder a la tentación de pensar que mis gustos musicales son superiores.

Ahora no se trata de justificar lo que no me gusta. Sigo luchando contra la viralización de letras vacías, sin alma, imágenes que venden, pero no comunican nada. Y sigo creyendo en la música que no se mide por likes, sino por la piel erizada. Pero también estoy aprendiendo a mirar con compasión. A aceptar que otras personas encuentran alivio, pertenencia o escape en sonidos que para mí no significan nada, pero que para ellos sí lo hacen, y eso también tiene valor. Este encuentro fue una llamada interna que no sabía que necesitaba. Una sacudida suave pero firme hacia el respeto por los sentimientos de las audiencias masivas.

Me hizo reflexionar que la respuesta no está en mi juicio, sino en seguir compartiendo con más fuerza la música que sí me conmueve el alma. Sin importar que su impacto no sea masivo, sin importar que mis historias se pierdan entre el afán de consumo, y sin importar que estén destinadas solo para mí y unos pocos más, porque ellos seguirán siendo siempre mis respiros espirituales: las que nacen del monte, del río, del barrio, del corazón, de las comunidades pequeñas, de la tierra, de las historias sencillas del día a día.

Así que, más convencida que nunca, seguiré cantando, bailando, tocando y escribiendo mis historias que, aunque no sean virales, nacen desde las entrañas. Que no necesitan la aprobación de ningún algoritmo, más que la mía propia, esa que me hace sonreír el alma.

Seguiré mostrando, en mis viajes culturales y musicales por la vida, que la cultura orgánica es resistencia, mi propia resistencia, la de no vender mi alma con la “comfort music”. Porque para mí, los sonidos de la tierra, de los pájaros, de las palmas, de los tambores, de la voz que surge desde los versos más emotivos de cantadores y cantadoras, y la que brota de mis propias entrañas, son los que me dan paz y alegría.

San Basilio de Palenque 2023

Los instrumentos de la Pachamama siempre estarán ahí, inquebrantables, y esos son los que no necesitan permiso de ningún algoritmo para soñar. Ellos van solos, conquistando a quienes tienen oídos y corazón abiertos para sentir, para vivir. Gracias.

Con mucho amorcito bonito

❤️

Jenny

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